Vargas Llosa, el Nobel y las nuevas tecnologías

En la navidad de 1982 tuve que conformarme con un libro como regalo de navidad. Intimidante, la Guerra del Fin del Mundo de Mario Vargas Llosa (Arequipa, 1936) se me ofreció como «premio» por mi escaso aprovechamiento escolar. Gracias este desliz juvenil tuve la oportunidad de empezar a conocer la obra del último premio Nobel de literatura.

La Guerra del Fin del Mundo fue la primera novela que leí lejos del rigor que me imponían las clases de literatura del colegio. Luego de un inicio lleno de frustración, la novela terminó por seducirme. Incentivado por esta lectura fui consumiendo otros ejemplares de la bibliografía de Vargas Llosa, algunos pasajes de estas novelas confluyeron con breves episodios de mi propia experiencia.

Luego de la Guerra del Fin del Mundo cayó en mis  manos Conversación en La Catedral (1969), otro magnífico ladrillazo y de la cual Vargas LLosa ha sentenciado que «si tuviera que salvar del fuego una sola de las [novelas] que he escrito, salvaría ésta.». En 1986, después del plantón de un amigo, fui a parar en el crucero formado por las avenidas Tacna y Colmena, en el Centro de Lima. Una vez allí no pude menos que recordar un episodio que acababa de leer, el cien mil veces mentado del entrañable Zavalita cuando desde la puerta de La Crónica espeta sin amor «¿en qué momento se había jodido el Perú?«. La pregunta era de rigor, el Perú de los ochenta era un país jodido. No estoy seguro si ha abandonado todavía esa condición.

Hace poco descubrí que Esparza Zañartu, Cayo Bermúdez (Cayo Mierda), en Conversación en la Catedral y antiguo Ministro de Gobierno de la dictadura del General Odría, frecuentaba la misma panadería donde éramos habituales en la Chosica de mi infancia. La panadería se llamaba la Huancaína -creo-, estaba asentada en medio de la Avenida 28 de Julio y era administrada por un matrimonio valenciano. No supe más de ellos luego que regresaron a España a finales de los setenta. Según recuerdan los más viejos del lugar aquél Esparza Zañartu de temible no tenía nada, sin embargo, saber que me había cruzado con él me sobrecogió, sensación influenciada por lo que había leído de él en la novela de Vargas Llosa.

En otra ocasión, en Piura, consumíamos una noche interminable de copas y banalidades con algunos compañeros de hotel, la mayoría estudiantes del Máster de Administración de Empresas de la Universidad de Piura. Casi al final de la madrugada y frente a un mar de botellas de cerveza alguien comentó sobre el mítico burdel de La Casa Verde, al instante, otro declaró que el lugar todavía existía y no faltó quien comentara sobre las bondades de las mujeres que repartían amor en el lugar. Así, más rápido que volando, vi como casi toda la tropa emprendía la marcha a la casa verde, en una noche que podríamos llamar de turismo literario. No les seguí. Al día siguiente escuché pacientemente en el desayuno del hotel Cristina las historias alucinantes que nos contaban los valientes aventureros. Más de una década después supe que todo había sido fábula. La mitad de los chicos se perdieron en el camino y los que quedaron -sólo dos- fueron a parar a un burdel que efectivamente se llamaba la Casa Verde, pero cuyas paredes eran blancas y que no tenía nada que ver -salvo el nombre- con el lugar detallado por Vargas Llosa en su novela. Al final, no se atrevieron a entrar.

Ocurre con la realidad lo que Valle Inclán señaló alguna vez y que Vargas Llosa recoge en La Verdad de las Mentiras «Las cosas no son como las vemos sino como las recordamos» y ese recuerdo muchas veces es alterado, moldeado, esculpido, irremediablemente por lo leído.  Sin embargo, la palabra pierde relevancia en un entorno multimedia, donde el mensaje audiovisual se empareja con la realidad internalizada de las personas, que deja de ser abstracción simbólica o conceptual.

Hace unos meses Vargas Llosa fue entrevistado (aquí) por el portal cultural vive.in del diario El Tiempo de Bogotá, en aquella oportunidad el escritor declaró que la gran amenaza eran las máquinas que podían acabar con el libro: «… si la literatura se hace solo para las pantallas se empobrecerá, porque hace que pierda profundidad y riesgo. La tecnología imprime a la literatura una cierta superficialidad.»

Vargas Llosa pone como ejemplo de lo que podría pasar con la literatura lo que ha sucedido con el correo: «La correspondencia se había acabado casi y ahora con Internet resucitó, pero es una caricatura de lo anterior, que se hacía con gran cuidado. El papel infunde un respeto casi religioso al escritor. En la pantalla se escribe informalmente, no infunde respeto. Uno se queda pasmado de la indigencia gramatical de los textos hechos para Internet. La pantalla incita al facilismo, a la frivolidad y el rigor desaparece.»

Creo -y espero- que la literatura sobrevivirá al embate de las nuevas tecnologías, pero también que es altamente probable que se la relegue a un lugar cada vez menos influyente. La educación prioriza cada vez más el ficilismo audiovisual antes que la internalización paciente de conceptos e ideas. Lo cual creo que en el mediano plazo tendrá efectos sociales y políticos importantes, una sociedad sin capacidad de abstracción toma por realidad lo que se les presente como imagen, ya sea un mensaje del gobierno de turno o de la Coca Cola.

Me alegra que Vargas Llosa haya ganado el Nobel por lo que significa como premio a una carrera dedicada al trabajo serio, constante, incansable y programático. También me satisface que esta vez no tenga que correr a buscar en Wikipedia para ver cuáles son los méritos literarios del ganador.

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Vargas Llosa, el Nobel y las nuevas tecnologías

En la navidad de 1982 tuve que conformarme con un libro como regalo de navidad. Intimidante, la Guerra del Fin del Mundo de Mario Vargas Llosa (Arequipa, 1936) se me ofreció como «premio» por mi escaso aprovechamiento escolar. Gracias este desliz juvenil tuve la oportunidad de empezar a conocer la obra del último premio Nobel de literatura.

La Guerra del Fin del Mundo fue la primera novela que leí lejos del rigor que me imponían las clases de literatura del colegio. Luego de un inicio lleno de frustración, la novela terminó por seducirme. Incentivado por esta lectura fui consumiendo otros ejemplares de la bibliografía de Vargas Llosa, algunos pasajes de estas novelas confluyeron con breves episodios de mi propia experiencia.

Luego de la Guerra del Fin del Mundo cayó en mis  manos Conversación en La Catedral (1969), otro magnífico ladrillazo y de la cual Vargas LLosa ha sentenciado que «si tuviera que salvar del fuego una sola de las [novelas] que he escrito, salvaría ésta.». En 1986, después del plantón de un amigo, fui a parar en el crucero formado por las avenidas Tacna y Colmena, en el Centro de Lima. Una vez allí no pude menos que recordar un episodio que acababa de leer, el cien mil veces mentado del entrañable Zavalita cuando desde la puerta de La Crónica espeta sin amor «¿en qué momento se había jodido el Perú?«. La pregunta era de rigor, el Perú de los ochenta era un país jodido. No estoy seguro si ha abandonado todavía esa condición.

Hace poco descubrí que Esparza Zañartu, Cayo Bermúdez (Cayo Mierda), en Conversación en la Catedral y antiguo Ministro de Gobierno de la dictadura del General Odría, frecuentaba la misma panadería donde éramos habituales en la Chosica de mi infancia. La panadería se llamaba la Huancaína -creo-, estaba asentada en medio de la Avenida 28 de Julio y era administrada por un matrimonio valenciano. No supe más de ellos luego que regresaron a España a finales de los setenta. Según recuerdan los más viejos del lugar aquél Esparza Zañartu de temible no tenía nada, sin embargo, saber que me había cruzado con él me sobrecogió, sensación influenciada por lo que había leído de él en la novela de Vargas Llosa.

En otra ocasión, en Piura, consumíamos una noche interminable de copas y banalidades con algunos compañeros de hotel, la mayoría estudiantes del Máster de Administración de Empresas de la Universidad de Piura. Casi al final de la madrugada y frente a un mar de botellas de cerveza alguien comentó sobre el mítico burdel de La Casa Verde, al instante, otro declaró que el lugar todavía existía y no faltó quien comentara sobre las bondades de las mujeres que repartían amor en el lugar. Así, más rápido que volando, vi como casi toda la tropa emprendía la marcha a la casa verde, en una noche que podríamos llamar de turismo literario. No les seguí. Al día siguiente escuché pacientemente en el desayuno del hotel Cristina las historias alucinantes que nos contaban los valientes aventureros. Más de una década después supe que todo había sido fábula. La mitad de los chicos se perdieron en el camino y los que quedaron -sólo dos- fueron a parar a un burdel que efectivamente se llamaba la Casa Verde, pero cuyas paredes eran blancas y que no tenía nada que ver -salvo el nombre- con el lugar detallado por Vargas Llosa en su novela. Al final, no se atrevieron a entrar.

Ocurre con la realidad lo que Valle Inclán señaló alguna vez y que Vargas Llosa recoge en La Verdad de las Mentiras «Las cosas no son como las vemos sino como las recordamos» y ese recuerdo muchas veces es alterado, moldeado, esculpido, irremediablemente por lo leído.  Sin embargo, la palabra pierde relevancia en un entorno multimedia, donde el mensaje audiovisual se empareja con la realidad internalizada de las personas, que deja de ser abstracción simbólica o conceptual.

Hace unos meses Vargas Llosa fue entrevistado (aquí) por el portal cultural vive.in del diario El Tiempo de Bogotá, en aquella oportunidad el escritor declaró que la gran amenaza eran las máquinas que podían acabar con el libro: «… si la literatura se hace solo para las pantallas se empobrecerá, porque hace que pierda profundidad y riesgo. La tecnología imprime a la literatura una cierta superficialidad.»

Vargas Llosa pone como ejemplo de lo que podría pasar con la literatura lo que ha sucedido con el correo: «La correspondencia se había acabado casi y ahora con Internet resucitó, pero es una caricatura de lo anterior, que se hacía con gran cuidado. El papel infunde un respeto casi religioso al escritor. En la pantalla se escribe informalmente, no infunde respeto. Uno se queda pasmado de la indigencia gramatical de los textos hechos para Internet. La pantalla incita al facilismo, a la frivolidad y el rigor desaparece.»

Creo -y espero- que la literatura sobrevivirá al embate de las nuevas tecnologías, pero también que es altamente probable que se la relegue a un lugar cada vez menos influyente. La educación prioriza cada vez más el ficilismo audiovisual antes que la internalización paciente de conceptos e ideas. Lo cual creo que en el mediano plazo tendrá efectos sociales y políticos importantes, una sociedad sin capacidad de abstracción toma por realidad lo que se les presente como imagen, ya sea un mensaje del gobierno de turno o de la Coca Cola.

Me alegra que Vargas Llosa haya ganado el Nobel por lo que significa como premio a una carrera dedicada al trabajo serio, constante, incansable y programático. También me satisface que esta vez no tenga que correr a buscar en Wikipedia para ver cuáles son los méritos literarios del ganador.

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Elinor Ostrom, premio inesperado a los comunes

Garret Hardin fue un biólogo graduado en las universidades de Chicago y Stanford y su nombre habría pasado casi desapercibido si en 1968 no hubiera publicado el conocido e influyente estudio The tragedy of the commons (La tragedia de los comunes). Hardin explica la tragedia de los bienes comunales a partir del ejemplo de un pastizal en una situación de estabilidad social. Un pastor racional añadirá tantos animales a su rebaño como le sea posible, de tal forma que la libertad de explotar los recursos comunes resultará en la ruina para todos, pues el pastizal no es un recurso ilimitado.

El trabajo de Hardin se hizo muy popular entre los economistas para desacreditar la viabilidad de los bienes comunes. Sin embargo, matizando las cosas, el ejemplo citado por Hardin no es en estricto sentido un bien común, es un páramo, un espacio de frontera, una tierra del lejano oeste. Como señala con acierto David Bollier (Los bienes comunes: un sector soslayado de la creación de riqueza) «Hardin describe un régimen de acceso abierto no regulado, la tierra de la que habla no tiene límites, ni existen reglas para gestionar el acceso a ella y su uso. Cualquiera se puede apropiar de lo que desee. Nadie está gestionando las tierras comunes. Dicho de otra forma, de lo que habla Hardin es de una tierra de nadie.«

Hace unos días la Real Academia Sueca de Ciencias decidió otorgar el Premio Nobel de Economía a los estadounidenses (curiosamente también californianos) Elinor Ostrom (primera mujer en conseguirlo) y Oliver E. Williamson. Confieso, en lo que debe ser una evidencia de mi pereza, que es la primera vez que los suecos entregan el Nobel a alguien que ya había leído y en este caso lo he hecho con los dos.

En lo que nos ocupa. Es quizá el premio de Ostrom el que tendrá mayor repercusión para analizar algunos aspectos relacionados con la gestión de Internet y es, sobretodo, una puesta en valor de las posiciones de quienes venían cuestionando los postulados de Hardin.

La mayor parte de los trabajos de Ostrom se han dedicado al estudio de cómo se gestionan los recursos comunes, como bosques, ríos o pastizales. De esta forma, intenta echar por tierra la tesis de que los individuos racionales utilizan generalmente de forma excesiva estos recursos comunales y que la asignación de derechos de propiedad es el mejor camino para evitar su depredación.

Ostrom encontró que diversas sociedades tienden a crear y mantener a lo largo del tiempo complejas reglas, normas y sanciones para garantizar que estos recursos comunales se utilicen de forma sostenible y llega a la conclusión que este mecanismo de gobierno a menudo funciona bien, pudiendo rivalizar en eficiencia con formas tradicionales de propiedad.

Aunque Ostrom no ha estudiado el fenómeno de Internet como un bien común, distintos autores como Lessig, Boyle o Benkler parecen haber hecho correctamente esta tarea. En principio Internet puede entenderse como una sucesión de niveles o capas. En la capa de red, se afirma, que Internet es viable gracias a la creación de un conjunto de protocolos no propietarios que permiten la interconexión de las diferentes computadoras. De esta forma Internet se habría convertido en el mayor y más robusto bien comunal de la historia.

Existen innumerables ejemplos de bienes comunes digitales como Linux y demás software de código abierto. Wikipedia, Craigslist (anuncios clasificados), Flickr (compartir fotos), Internet Archive (webs históricas), SourceForge (Aguantan los comunes) y Public.Resource.org (información gubernanmetal). Cada web comunal actúa como un administrador eficiente de su riqueza colectiva.

David Bollier (Elinor Ostrom And The Digital Commons) sostiene que una de las razones fundamentales para la creación y proliferación de que todos estos bienes comunales digitales, es que los comuneros no tienen que obtener el permiso de nadie o efectuar pagos a un intermediario empresarial. Pueden construir lo que quieren directamente, y gestionar su trabajo de la forma que deseen.

Creo que tanto como las tesis de Ostrom resultan aplicables a bosques y pastizales, lo contrario se podría afirmar de los postulados de Hardin para bienes informacionales. Cabe recordar que hace algún tiempo (La virtud de no dar, a prósito del último libro de Michael Heller) señalamos que cuanto más propiedad se entregue sobre un recurso cultural, más difícil será que se construya a partir de ellos. En este contexto la administración comunal de bienes digitales no parece descabellada. Aunque no debemos olvidar que Internet es un ecosistema complejo y hay espacio para todos y para todas las formas de gestión en él.

En el site de la Asociación Internacional para el Estudio de los Bienes Comunes (The International Association for the Study of the Commons – IASC) se pueden revisar más de cien documentos de Ostrom (aquí) además de una selección de textos (aquí). El Fondo de Cultura Económica (2000) tradujo al español el que tal vez sea su trabajo más representativo (El gobierno de los bienes comunes. La evolución de las instituciones de accion colectiva).

Algunos comentarios de la entrega del Nobel a Ostrom:

Quemar las naves (El premio nobel del bien)

Soitu.es (Sobre el gobierno de los ‘ecosistemas digitales’: en honor de Elinor Ostrom)

The Economist (The Nobel prize for economics, The bigger picture)